Texto curatorial

Lourdes Naveillan
“Yo es otro”, escribía Arthur Rimbaud, y esa otredad que es Lourdes Naveillan aflora en la obra que se hace en la tela o el papel a golpe de pintura, derramamiento de océano o chorreo de estrellas, y apelando a diversas herramientas de mundos muy ajenos al de la delicada factura de sus creaciones. El color ha sido siempre el protagonista de sus obras, mas el gesto le sigue de cerca, casi pisándole los talones, así como las texturas, que pueden ser voluminosas o casi transparencias, y van entregándose unos a otros —revolviéndose en el caldero mágico del Maestro y Druida—, a ese lenguaje de tanta elocuencia como silencios que configura la artista.
Abstracción y figuración se funden en ese mismo amasijo de significados y significantes, y no es azaroso que su última producción se inspire en los misterios del espacio sideral, el cosmos que nos circunda, y que ella invoca cuando se sumerge en su taller o cuando se interna en los bosques, campos y montañas que la acompañan hace décadas en su deambular por la vida.
De cuerpo entero se entrega esta artista al oficio de la pintura, literalmente, ocupando el tronco, brazos, manos y piernas, no solo la cabeza o el instinto, para trasvasijar materia y genio a su soporte. Ella trabaja desde el hueso y la carne, con espíritu y mente, en su factoría plena de luz, parafraseando nuevamente a Rimbaud, con sus “Iluminaciones”; el mismo que un día afirmó que “el poeta debía convertirse en un vidente a través de la convulsión de los sentidos”.
La pintura, justamente, al convulsionar va creando accidentes, que conectan lo sagrado con lo profano para ir guiando la mancha y el movimiento, gestando la alquimia que se plasma en las obras de Lourdes Naveillan, en la cual los seres han ido paulatinamente quedando atrás. Hoy, es en los márgenes del firmamento donde reside la esencia de su experiencia pictórica, radicalizando la inmersión en la abstracción; sin embargo no es improbable que broten nuevamente de su taller, pronto, más temprano que tarde, esos seres o artefactos o esculturas indefinibles, poesía en bruto, creación pura hecha de retazos de vidrio, clavo, fierro y madera.
En todas esas otredades se refleja el alma de la artista, la fuerza de sus convicciones, la inacabable energía y la diáfana claridad de un creador consecuente ante lo que ha dado a luz, justamente, y que sorprende y emociona. Porque cada nuevo mundo es otro mundo que ella gesta y nace con ella, visceralmente unidos —otro pero uno, indisoluble—, y es una constelación de planetas innombrados su Universo.
María de Lourdes Naveillan Goycolea (Santiago, 1971), canalizó sus tempranas inquietudes creativas en la pluralista formación del Instituto de Arte Contemporáneo, en Santiago, y en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Posteriormente formó parte de los legendarios talleres de Eugenio Dittborn, de Arturo Duclos, y del Taller 99. Ha participado, en forma colectiva o individual, en más de una treintena de exposiciones, en Chile, Argentina, Estados Unidos y Francia.

Marilú Ortiz de Rozas
Doctor en letras de la Universidad de la Sorbonne-Nouvelle
Miembro de la sección Chilena de la Asociación Internacional de críticos de Arte, AICA


“Entre tiempos” de Lourdes Naveillán

Lourdes Naveillán vive desde unos años atrás en Talca, donde incluso realizó una importante exposición en noviembre de 2009, en la prestigiosa Sala de Arte de la Universidad de Talca. Su obra había tomado para entonces una densidad muy atractiva, enfatizando la soltura y expresividad de sus mujeres de amplias tocas y voluptuosas faldas, que empezaban a liberarse de las estrictas normas de la corte de Felipe IV de Austria. Luego, dos meses después del cierre de aquella muestra, sobrevino el terremoto del 27 de febrero. Gran parte de Talca se vino abajo como gran parte del centro-sur de Chile, y las vidas cambiaron para quienes pudieron contarlo. Lourdes Naveillán sobrevivió y no sólo de cuerpo y entorno, sino de espíritu. Si bien hizo el duelo, e incluso tituló “Entre tiempos” su nueva exposición en la galería La Sala de Santiago, el instinto vital de sus mujeres se impuso a la pérdida y el dolor, con el temple de quienes aceptan que nuestro tránsito por el mundo nadie puede predecirlo.
Sí, una fuerza inusitada han tomado las pinturas de Lourdes Naveillán. Del drama contenido de Infantas y Reinas consortes del Rey Habsburgo que sugerían sus primeras obras, de aquellos gestos que empezaron a soltar los rizados y trajes de aparatoso verdugado que dejamos en Talca, vislumbrando ya un inminente proceso de rebelión, hoy tenemos una fiesta de identidades liberadas, de colores abruptos que demandan nuestra urgente incorporación a su ritmo e intensidad porque si no, sencillamente, nos dejan atrás. La inveterada virtud de esta artista se manifiesta en que cada una de sus etapas tiene la cabalidad y la asertividad de su momento; aunque se sucedan, ninguna es precedente ni subsecuente de la otra, son plenas en su propósito y su resultado, como instancias biográficas de personajes que un día se nos presentan, otro intiman con nosotros, el siguiente reflexionan en privado, el próximo se sacuden los atavismos adquiridos, y el de hoy parten, se van como un torbellino adonde sea que los lleve su horizonte.
El proceso pictórico de Lourdes Naveillán sigue la pauta de sus intenciones conceptuales. En una sucesión de contrapuntos, la gestualidad intuitiva se combina con el trazo del perímetro, el chorreado con la orla cuidadosa, el impromptu colórico con la contención del negro, tal como la madera que levanta relieves se combina con el proceso digital que multiplica los planos, o las piezas de cuelgan de la pared con las que trepan por las paredes. Este cruce multidiscrecional de lo orgánico con lo virtual, de la mancha con la línea, de lo definido con lo imponderable, alejado por cierto de cualquier maniqueísmo, eclosiona finalmente en una obra que es tan directa como inaprehensible, que impacta a la vez que turba, estimulando y confundiendo a la vez, deleitando y exacerbando. Y todo para celebrar una nueva instancia de estas mujeres de antigua prosapia, cuyos cabellos desplegados, angosto talle y polleras al vuelo se sumergen hoy en el espiral de su alegría libertaria, hacia donde las vemos partir, admirados pero sin poder seguirlas, pues no hemos alcanzado a aprender cómo hacerlo.
O intentemos: ¿Por qué dos damas de conspicuos trajes devienen en círculos centrífugos que chocan entre sí cuales galaxias? ¿Por qué una mancha de pronto crece y se expande de tal modo que cuatro, cinco o más personajes son absorbidos hasta convertirse en meras texturas de ella? ¿Por qué si ahora hay tanto color hay tanto negro también? O: ¿Qué sucede cuando la artista atraviesa el grueso papel de sus pinturas con los seis tornillos de acrílico que sostienen el plexiglás? ¿Qué significan los trozos remanentes de papel pintado asomando rasgados en los intersticios de sus figuras volantes recortadas en madera? Se trata probablemente que Lourdes Naveillán está ingresando en ese espacio donde la mente, el corazón y la mano se articulan al unísono para ejecutar la voluntad. O se trata, a su vez quizás, que Lourdes Naveillán se está entregando a la intuición expresiva, desbordando cualquier razonamiento estructural y dejando para la vuelta la comprensión de lo obrado. Podría ser, en fin, que Lourdes Naveillán ha sido todo el tiempo una de estas siluetas multicolores que ahora saltan del cuadro y nos llevan la vida por delante.

Mario Fonseca
Enero 2011